jueves, 17 de diciembre de 2015

Pompeya



Ahora vamos para allá. No sabemos por qué, en lugar de pasear para el lado del centro paseamos para el otro lado. Pero no el otro lado más allá, afuera, alejándose de la ciudad para buscar una pureza esquiva. No: más allá del barrio, donde no nos espera más que otro barrio, peor o más feo.

No hay nada en Pompeya que justifique un paseo, o sí lo hay. Una iglesia, un puente, un Frávega. Ya fuimos varias veces y cuando la tristeza llega a su punto máximo, o a veces solamente un poco más acá de Puente Alsina, tomamos el 28 y nos volvemos.

Por Caseros y más allá del parque, Avenida Sáenz puede ser el camino que nos lleve a destino. Esta vez elegimos Almafuerte. Con paradas en cada juguetería de esas que abundan en el barrio: de un lado de la vidriera chiches, del otro bazar. Pero no compramos nada.

El parque está, como poniéndole punto final a una zona. Marca el inicio de otra sucesión de plazas y hospitales: el que parece un transatlántico blanco, enorme, con autos estacionados alrededor. Después esa manzana que es casi un descampado, pasto y el suelo ondulante, y después otro hospital, más gris. Y otra plaza.

Me parece que puedo tomar estas cuadras y plegarlas, así, una punta sobre otra para que los hospitales de allá, el Garrahan, el Udaondo, se toquen con estos otros. O con el hospital Muñiz, detrás del parque Ameghino, ahora pintado de blanco y turquesa.

¿Quién sabía que todo esto estaba acá?

Es el fin de la tarde y en un restorán peruano preparan las mesas, me meto para pedir un flyer o un imán. Las cortadas silenciosas que parecen un refugio para los que buscaban tranquilidad de barrio y casas antiguas para reciclar se terminaron, Parque Patricios se termina también. En un punto impreciso, o quizás no tanto.

En una sensación: la que va de las casas antiguas cada vez más escasas, los árboles que hacen sentir su ausencia cuando todo se vuelve más gris, a esta avenida que lo va dejando todo atrás, con escala en el Ejército de Salvación.

Ahí, donde se cruza en la acumulación de muebles viejos, ropa clasificada con rigor, en un recinto enorme, la necesidad real de las familias que van a buscar una heladera que ande con la necesidad de estilo de los chicos y chicas que van a buscar una Siam. Un tocadiscos, un mueble que parezca retro.

(...)



martes, 8 de diciembre de 2015

Querida yo


Vos escribías mails con muchos juegos de palabras, ¿te acordás?
ibas a natación y volvías como si hubieras visto el paraíso

en el paraíso de tu mente
contenías la respiración

la malla negra tenía vivos en color coral

a veces no podías decir una frase sin hacer una broma
fascinada con tu propio ingenio
y nunca te encontraste
sin nada que decir

y si te odiabas era dulcemente
con algo de coquetería.

sábado, 5 de diciembre de 2015

La noche


Abrí los ojos como si un segundo antes no los hubiera tenido cerrados. Totalmente despierta, me di vuelta y lo vi.

-Marina.

-¿Qué pasa?

-¿Estás dispuesta a escuchar lo peor?

No me podía dar cuenta si eran las tres o las cinco, si me había acostado recién o varias horas antes. Yo me fui primero a la cama, me acomodé como todas las noches al lado de mi hijo, cuidando de no moverme demasiado. El se quedó mirando tele.

Ahora parecía estar hablando muy en serio y ese era un tono infrecuente a esas horas de la noche, en las que si nos decíamos algo era circunstancial, referido a la temperatura de la pieza, la hora que cada uno pensaba que era, o alguna tormenta que amenazaba con nuevas goteras en el techo del living.

Me incorporé un poco en la cama con el codo apoyado en el colchón y, no sé por qué, decidí yo también tomármelo en serio. Antes de acostarme yo, habíamos tenido una discusión breve porque él me estaba por contar algo que había pensado con respecto al futuro, algo que quería para el año siguiente, y yo me distraje leyendo. Se ofendió, no me quiso decir más nada.

Así que lo miré muy seria, tranquila, dispuesta a demostrarle que sí podía bancarme lo peor.

-Mirá, vas a pensar que te estoy diciendo cualquiera pero hace un rato empecé a escuchar voces.

Pausa.

-¿Viste como en las películas, que hablan para atrás? Eran voces así, y yo como que las quería dejar de escuchar y no podía hacer nada, no me podía mover. Y en una me pude mover y te toqué el brazo, ¿vos sentiste que te toqué?

-No, no sentí nada.

Nunca lo había visto tan asustado. O lo que nunca había visto en él era esta clase nueva de miedo, no al futuro, a no tener plata, a que a nuestro hijo le pasara algo malo, sino a algo que además de miedo le daba vergüenza. Como si me hubiera dicho que tenía herpes o algo así.

Enseguida, algo de ese miedo se trasladó hasta mi lado de la cama. Moví el brazo hacia atrás para tantear el celular que estaba al costado del colchón, lo agarré y miré la hora. Las tres y veinticinco. No sé qué me importaba, pero estaba bueno salir de ese intercambio entre los dos. Poner la atención en algo más concreto.

-Tuviste una pesadilla, le dije. Traté de sonar certera. Sentí que era lo que tenía que decir.

-¿Te parece?

-Sí, obvio.

-Pero mirá que yo estaba despierto, solo que no me podía mover, era re feo. Estaba como atrapado en mi cuerpo y quería salir pero no podía hacer nada.

Nuestro hijo dormía tranquilo entre los dos, igual que siempre. En el mismo lugar, entre los dos, en que se había instalado una ola de miedo, no demasiado grande pero que nos envolvía.

Traté de dejar de mirarlo y pensar, él estaba asustado de verdad y esa cara que nunca le había visto me lo hacía todo más difícil. Desvié la mirada hacia la pared, la cortina color crema se hinchaba y se deshinchaba muy despacio con el viento, por lo menos era algo real, y me di cuenta de que esa convicción de él, tan delirante, era lo que a mí me llenaba de terror. Que la persona que duerme al lado tuyo escuche voces es malísimo, pero que esté seguro de que las escucha no es mucho mejor.

Le dije que muchas veces los sueños eran así, que uno estaba seguro de que estaba despierto y no se podía mover porque estaba dormido. Que de vez en cuando me pasaba y mi mente hacía un esfuerzo enorme para sacarme del sueño.

Relajó un poco la expresión. Se quedó pensando.

-¿Pero vos no sentiste que te toqué el brazo?

-No, no lo sentí. Pero en todo caso eso no prueba nada, me podías haber tocado dormido.

-Sí, tenés razón. Flasheé que me había agarrado el diablo y no me dejaba ir.

-Pero vos no creés en el diablo.

-Sí, creo.

-¿Pero cómo vas a creer en el diablo si no creés en dios?

-Y bueno, pero creo. ¿Qué tiene que ver?

-Y, porque al diablo lo creó dios. Era un ángel muy poderoso que en un momento se degradó y se convirtió en el diablo.

-Ah, ni idea, no sabía.

-Bueno pero ya pasó.

-Sí, igual, ahora que vos me lo decís, sí, me parece que debe haber sido una pesadilla. Aparte porque algunas veces tuve sueños así, que estaba como encerrado en mi cuerpo, como si fuera una burbuja, y no podía salir, y pasaba algo horrible pero yo no podía hacer nada.

-Bueno. ¿Te parece que vas a poder dormir o te da miedo?

Se quedó pensando unos segundos, boca arriba.

-No, todo bien. Voy a dormir.

Me dio la espalda y se acomodó el acolchado por debajo de los hombros. A mí me daba cosa darme vuelta, no sabía por qué pero necesitaba estar presente en ese lado de la cama que ocupaban ellos. Cerré los ojos y traté de dormirme.

Los abrí enseguida. Ese maldito alerta de los ojos abiertos, que no sirve para nada. Traté de pensar que no cambiaba nada si yo abría o cerraba los ojos, pero los dejé abiertos por un rato muy largo. Franco cambió la respiración, se había dormido.

Me di vuelta, sintiendo como nunca que para dormirse hay que soltar todo, abandonar el control, y yo en ese momento no podía. Menos así, sin ver lo que pasaba a mis espaldas. Me di vuelta otra vez. Todo igual. Franco pasó a una respiración más pesada y a los pocos minutos se volvió a despertar, me miró, me preguntó si había escuchado ese ruido.

A mí ya se me estaba pasando el primer miedo, quizás por eso esta segunda arremetida me dejó helada.

-No, no escuché. O sea, hay ruidos, todo el tiempo, ¿vos a qué te referís?

-No sé, un ruido. Pero no de acá. Mirá, ¿no es raro que abran la reja a esta hora?

-No, para nada, es viernes, algún vecino que llega de salir.

-Sí, puede ser. Bueno ya fue, que descanses.

Por segunda vez, se dio vuelta y se durmió. Tiene ese don de caer rendido en el sueño que yo no experimenté jamás. Me lleva mucho tiempo volver a dormirme. Además, me estaba haciendo pis, muchísimo.

¿Pero cómo iba a hacer para ir al baño? Ni loca me movía, odio ir al baño de noche cuando estoy asustada porque ir, prender la luz, hacer pis, no me cuesta demasiado, pero apagar la luz del baño y cruzar todo el living de vuelta hasta la cama, a oscuras, sabiendo que el baño y la cocina también oscuros quedan atrás, que no los puedo ver, es algo que me supera.

Y sin embargo, tenía que ir. Hay grados de ganas de hacer pis que se soportan y otros que no, este era un grado insoportable. Además, pensaba que no podía dejarme convencer así, que si Franco tenía miedo mi deber era compensar eso con un poco de valentía. Que algún día mi hijo iba a tener pesadillas y yo tendría que permanecer tranquila y consolarlo, ser la cordura de la que él pudiera agarrarse para salir de una sugestión.

Pensé cómo iba a hacer todo, lentamente y sin salir corriendo, porque eso me pone más nerviosa. Pero por esta vez, iba a dejar prendidas las luces del living. Me levanté de la cama y caminé despacio, salí de la pieza, moví el interruptor que estaba al lado de la puerta y el living se iluminó. Me hizo bien mirarlo: los sillones, los chiches, todo como siempre. Era el cuerpo de mi novio ahí en la cama lo que me ataba al miedo.

Llegué al baño, me bajé la ropa y me senté en el inodoro tratando de no pensar que era un agujero negro del que podían salir cosas. Después de tirar el botón –otro ruido que me da pánico cuando estoy así, esa garganta desconocida que se traga todo - me miré al espejo y verifiqué de reojo que no había nada del otro lado de la cortina de la bañadera. Como quien no quiere la cosa, siempre con la convicción de que si muestro algún tipo de inquietud, salgo corriendo o me pongo a revisar rincones como una loca, estoy perdiendo la batalla contra una fuerza desconocida y en el mismo acto, casi convocándola a la existencia.

Tomé valor para desandar el camino hasta la cama. Apagué la luz del baño y caminé despacio sin darme vuelta. También apagué la del living, ya más tranquila. Cuando volví a la pieza y lo vi a mi novio acostado ahí, volvió la sugestión.

Ocupé mi lugar en la cama y me tapé con el acolchado, pero enseguida lo corrí un poco para sacar los pies afuera. Hacía una mezcla de frío con calor, de confusión entre tormentas. La noche estaba enrarecida, todo un poco corrido de su lugar. Todos parecíamos distintos.

Miré otra vez la espalda de mi novio, tratando de imaginar cómo sería si se volvía loco y nos mataba. Pensaba también en las películas donde las madres van a buscar a los hijos al infierno, los traen en brazos, desmayados o cubiertos en una baba pegajosa que aglutina a los muertos y los demonios en una misma masa caótica.

Yo podría ser así de valiente si supiera cómo proceder. Quizás tener la certeza de que el mal existe, tiene la forma del infierno cristiano y es un lugar del que se vuelve sea la clave para semejantes actos de coraje. Lo que sí, en este cansancio mortal de fin de año, la idea de tener que incorporar este otro orden a la realidad, de revisarlo todo, me parecía un trabajo agobiante.

Ojalá que el mundo sea este, tenga la forma que yo creo. Este mundo, en el que el mal es pelearnos, estar enojados.

Hay toda clase de ruidos a la noche. Una tabla del piso que cruje debajo de la cama, aunque nadie se haya movido. El repiqueteo de un tic más difícil de identificar, que una noche hace muchos años me despertó y me sonó a algo infernal hasta que una cucaracha enorme bajó corriendo desde lo alto de un ropero adonde había bolsas con ropa. El flap flap de una polilla contra el techo de vidrio del patio cubierto, cuando creen que golpeando como locas pueden salir al aire libre. Otros ruidos que no se sabe de dónde vienen, la risa de mi hijo dormido que procede del fondo de algún sueño, la sirena de una ambulancia como amuleto contra todo lo imposible de atribuir.

La vez que alguien escuchó algo y pensó que era tal cosa se convierte rápidamente en una historia. La de las creencias o errores, la de lo que no pasó pero tuvo sus efectos. O la del miedo, al que si las voces que se escuchan son reales o no, le da lo mismo.



martes, 1 de diciembre de 2015

Diez dólares

Fui a entrevistar a Selva Almada y a la media hora de empezada la charla, el grabador se quedó sin pilas. La pesadilla de todo periodista estaba sucediendo ahí, frente a mis ojos: “batería baja”. Si lo conversado hasta ese punto había quedado grabado o no, era algo que podría descubrir sólo después de resolver la primera parte del problema.

“¿Adónde hay un kiosco?”, le pregunté a la entrevistada con toda la voluntad puesta en aparentar una calma absoluta, ganada con años de oficio. Primero me ofreció las pilas del control remoto de su televisor: no servían, eran muy grandes. Me dijo que a la vuelta había un kiosco, que ojalá tuviera suerte porque esas pilas tan chicas no parecían fáciles de conseguir.

Salí, llegué hasta la esquina, que las pilas fueran comunes o rarísimas no era algo que estuviera dispuesta a admitir en mi mente como problema. Tenía que arreglarse todo, yo tenía que seguir con la entrevista sin recurrir a grandes rodeos por el barrio para buscar pilas infrecuentes. Llegando al kiosco me acordé de otra cosa peor relacionada con la cantidad de efectivo que llevaba encima.

No hay que salir sin plata, me lo repito una y otra vez y después no lo cumplo. Con monedas, o con tarjetas que muchas veces no tengo dónde usar, suelo salir de casa para encarar una ronda por la ciudad que a veces contempla, como único modo de enfrentar ciertos sucesos inesperados, la posesión de dinero en efectivo. Yo tenía algo más de diez pesos. Lo supe enseguida si necesidad de abrir el monedero, saqué la cuenta: el día anterior había un billete de cien, pero en un bar en el que había pagado con tarjeta de débito le pedí al mozo que me diera cambio para dejarle algo de propina. Sobre la mesa puse veinte pesos antes de irme, el diez por ciento de lo que había consumido, así que me quedaban ochenta.

Esa mañana había gastado un billete de cincuenta para cargar la Sube, quedaban treinta. Cuando bajé del subte en Rivadavia me metí en un kiosco para comprar barritas de cereal. Eran las doce, tenía hambre y no podría almorzar hasta eso de las tres, me pareció un gasto justificado. A falta de una, dos, y así se fueron diez y ocho pesos. Treinta menos diez y ocho, doce. ¿Cuánto podía salir una pila? ¿Cinco pesos?

Aplicando la regla general por la cual todo sale el doble de lo que pienso yo, me estiré hasta diez, quince. En ese caso no me alcanzaría ni siquiera para comprar una. Pero tenía, además, algo que ya ni contaba como plata cuando debía fijarme por alguna razón cuánto efectivo me quedaba. Un billete de diez dólares, que no puedo recordar cómo llegó a mis manos. ¿Quién tiene un billete de diez dólares? Y lo que es peor, ¿quién lo quiere?

Tenía diez dólares en mi monedero y el billete estaba ahí desde hacía tres o cuatro años, por lo menos. Una vez en la pizzería Rey había tratado de usarlo para pagar dos porciones de muzzarella con un chopp. Al lado de la caja había un cartel que decía “Dólar hoy: ocho pesos con cuarenta” pero cuando fui a pagar, el cajero no quiso aceptarlo. Creo que dijo algo así como que no podía saber si eran verdaderos o eran falsos, entonces por las dudas prefería no tomarme el billete.

Otra vez le pregunté a un taxista si me llevaba hasta Almagro por diez dólares, me dijo que no. Les propuse el mismo negocio a varios taxistas más en distintos barrios y ocasiones, ninguno quiso. Ya me daba vergüenza sacar ese billete. Parecía algo ofensivo, que ponía incómodos a los demás. Yo entendía que no quisieran darme cambio por un billete extranjero (no sé por qué, esto me parecía justificable) pero no entendía que no quisieran aceptarlo, como si el dólar no fuera universal ni Buenos Aires fuera una ciudad turística.

Esta vez era diferente porque había una necesidad mía de por medio; estaba desesperada. Entré al kiosco decidida a negociar con el kiosquero. Era un hombre de más de sesenta, con bigotes. Tipo mi padre. Le pregunté si tenía pilas como las que yo llevaba en la mano; sí, tenía. Salían doce pesos cada una. Me alcanzaba para una sola pila, no estaba tan mal, pero yo no tenía ninguna certeza de que el grabador pudiera funcionar con una pila nueva y una vieja. Le expliqué que no tenía más efectivo, primero dije que no sabía qué hacer, demostré quedarme helada del espanto, hice una pausa.

Enseguida arremetí con mis diez dólares. Le dije si por favor no me vendía dos pilas por ese precio, que estaba haciendo una entrevista por trabajo y que tenía que terminarla sí o sí. Me dijo que no podía de ninguna manera, como si yo le hubiera pedido que me guarde una bomba. Que no sabía cómo estaba el cambio y que cómo me iba a perjudicar, que diez dólares eran mucho más de cien pesos y mucho más que el precio de las dos pilas.

Insistí con que no me importaba, que era mi única posibilidad de poder seguir con la entrevista. “Soy una periodista y estoy trabajando, le pido por favor”. Incluso le aclaré que no esperaba vuelto, que se quedara nomás con el billete. No hubo caso. Un poco enojada porque al fin y al cabo, él me podría haber regalado una segunda pila sin que peligrara su negocio, compré la única que podía pagar y salí del kiosco.

El grabador prendió, funcionó lo más bien. Le toqué el timbre a Selva Almada ya más tranquila, y cuando me acomodé otra vez frente a la mesa de madera oscura hice un esfuerzo para recordar de qué estábamos hablando: algo con lo autobiográfico.

La entrevista terminó una hora después. En el transcurso de ese tiempo miré el grabador como una loca pero de soslayo, una y otra vez, esperando que en cualquier momento colapsara y yo me viera obligada a pedirle plata prestada a la persona que estaba entrevistando, horror de horrores. O a convertirme en una presencia de lo más molesta, si tenía que interrumpir otra vez para ir hasta Avenida Rivadavia a buscar un cajero. O a quedarme sin entrevista, y por supuesto también, sin dignidad.

Cuando salí era la hora de la siesta, el barrio estaba casi vacío y hacía calor. Necesitaba tomar algo fresco pero otra vez estaba el problema de los dólares. Me pregunté si valía la pena buscar un cajero, que sólo me iba a dar billetes de cien, para ir a un kiosco a comprar una botellita de agua mineral y exponerme a la cara de culo del kiosquero porque le pagaba con cien pesos.

Sí, valía. Al cajero lo encontré fácil. Por supuesto no me dio otra cosa que billetes de cien, así que cuando entré al kiosco que estaba casi al lado, vencida por el pudor, pedí un atado de cigarrillos además del agua para subir un poco el gasto que, ya cerca de los cincuenta pesos (treinta y nueve para ser exacta), justificaba mucho más el uso de los cien.

Mientras caminaba la cuadra y media que me separaba de la boca del subte pensé que ahora, además de un problema resuelto (el de las pilas) tenía un problema pendiente (el del billete). Yo no tenía ganas de pasarme otros cuatro o cinco años con ese billete en el monedero, porque era desidia y sobre todo porque me daba la idea, engañosa cada vez, de que yo tenía una solución, un plan B, una alternativa, cuando en realidad no tenía nada.

Era mejor tener el monedero vacío que tener un billete de diez dólares; el problema era qué hacer con el billete. La plata no se tira, eso sí. Una amiga se peleó con el novio hace un par de meses, él agarró un billete de cien que ella tenía arriba de la cómoda y lo partió en dos frente a sus ojos, un gesto efectivo como modo de mostrarse tan enojado que uno está dispuesto a hacer cualquier locura. Yo también tuve la fantasía de prender fuego unos billetes que tenía guardados mi novio, pero no lo hice.

No iba a tirar diez dólares a la basura y tampoco los iba a tirar en la calle, como quien no quiere la cosa. Me imaginé que una persona los encontraba y se ponía feliz porque no sólo se había encontrado plata, sino que además era en dólares. Doble suerte, podría pensar en un primer momento, hasta que tratara de hacer algo con el billete. Ir al banco, a una casa de cambios, a una cueva, a un kiosco, a un supermercado. Regalárselos a un amigo que viajara al extranjero.

Quizás era la única opción: que salieran del país. No se aguantaba más ese billete de diez dólares. Pero yo, con las mil cosas urgentes que tenía por resolver, no pensaba ponerme a buscar a una persona que estuviera por viajar y necesitara ese vuelto miserable, una persona que probablemente me miraría con desprecio pensando cómo esta loca se tomó semejante trabajo para darme este billete de porquería.


Me tomé el subte pensando en estas cosas; a las chica que en la línea A cantó un par de canciones y pasó la gorra, esa vez no le di nada. Al día siguiente escribí este cuento, es decir, lo estoy escribiendo ahora, y pienso que es lo único que pude comprar con ese billete de diez dólares. No mucho. Pero el placer de esa idea reside en lo simbólico: si efectivamente me compré a mí misma un cuento mío por diez dólares, o si me pagué diez dólares para escribirlo en una especie de encargo, ahí está el billete durmiendo en el monederito verde, al fondo de mi cartera, para demostrarlo.

viernes, 19 de junio de 2015

Los cuidados


Este es mi poema sobre lavar los platos,
todo lo que cominos ayer
con las burbujas de un detergente azul,
se va, pero no son estas cosas las que pienso cuando paso la esponja

Uno ronda la pila de platos como un gato vacilante,
que quiere y no,
entre el deseo de que las cosas estén ordenadas, casi permanente
y el deseo de que las ordene otro

Pero la decisión, ah, el momento de la decisión
es poderoso,
se abre la canilla y a la pila de cosas sucias
se le empieza a dar sentido

Los vasos por un lado, y primero, porque van abajo en el escurridor
son mi parte preferida
después los platos, uno por uno, los más difíciles están engrasados y requieren
dos pasadas a veces, pero no son estas las cosas que pienso mientras lavo los platos

Al pasar a las ollas, a los tappers, la montaña de cosas limpias va creciendo
y yo soy una experta en hacer esa montaña
también, en dejar lo más feo para el final: los tenedores
cuchillos y cucharas, cucharitas que usamos por montones, como si fuéramos veinte

y no tres los que vivimos
acá. Las manos bajo el agua
se enjuagan y enjabonan tantas veces como los platos mismos, se lavan mil veces
y la piel, con el agua, se seca.

Lavar la pileta, enjuagar la esponja, tapar el detergente
-por favor no lo olviden-
son los últimos pasos, los que distinguen al lavador interesado
del que se deja llevar por la desidia, la mala gana, el “por qué”,

“¡Por qué otra vez, tengo que lavar yo!”, “¡Por qué la vida consiste en lavar platos!”, 
“¡Por qué lo que lavamos
ya se ensucia!”, y en el colmo del existencialismo,
alguien que llegó tarde le acerca una taza para lavar, la deja casi con pudor, o miedo

al costado de la pileta. Esto no termina más
y no termina,
empieza todo el tiempo.

En la circulación
de la pileta al escurridor a la alacena, y después a la mesa, y vuelta a la pileta
se nos están pasando nuestros días

pero no son estas las cosas que pienso
mientras lavo parada frente a la pileta.