No quiere que lo abrace. Me sentaría dos horas en el agua
con él a upa, se me hace agua la boca de las ganas de acunarlo pero él en
cambio me empuja muy despacio y propone otros juegos. En el corazón de esos
juegos, como cuando perseguimos al sapo a cuerda de una punta a la otra de la
pileta, a veces hay un momento en que lo atrapo y lo aprieto contra mí para
hacerle cosquillas. Pero ni bien termina ese estallido de la risa, él se aleja.
Lo poco que aprendió a flotar lo aprendió solo, no quiere
que le enseñe nada. Rechaza el flotador de color verde que le compré en una
juguetería del barrio, y fue tan claro en su rechazo que un día el flotador
apareció todo mordido.
Se están terminando los días de los pañales y del cochecito.
En lugar de cargar un bebé, ahora llevo un nene de la mano. Una criatura de una
madurez extraña, que nunca me permite saber con certeza todo lo que entiende. En
otro tiempo, cuando yo me largaba a llorar, él también se ponía lloroso y me
decía “Mamá, no, no”. Pero las últimas veces que me vio llorando se acercó tranquilo
y me rodeó con los brazos.
Me parece que el órgano que nos unía, cualquiera que haya
sido, está agonizando. Supongamos que se muere para transformarse, pero siempre
prefiero sentir el dolor hasta la última gota en lugar de apurar el consuelo de
la autoayuda. Y además, podría jurar que mi alma de estos últimos tres años era
un animal salvaje que se escapó una noche, si es que se puede decir algo así.
Esa madre salvaje que lo amamantó, herida, o que lo alojó en
un interior hasta para mí desconocido, que vigiló la respiración durante cada
una de las noches de estos mil días, era un lobo.
Los chicos siempre son los primeros en irse, no les cuesta
nada. Los grandes somos muy pesados.
Además, siento que mi corazón es viejo, no cambia con
facilidad.
Una noche no quiso dormir en nuestra cama. Lloraba, se
negaba a acostarse. No dijo nada, pero con una determinación que es envidiable
se fue a dormir a su pieza por primera vez, no volvió nunca. Voy a decir una
cosa que me da vergüenza: durante varias noches, yo dormí en un colchón al lado
de su nueva cama. Como una enamorada, como una adicta, no podía conciliar el
sueño sin tener a mano ese cuerpo dormido que incluso a la noche, estaba bajo
mi cuidado.
La recuperación es lenta, y esos pocos metros que separan
ahora mi cama de la suya son históricos.
Adiós pañales nuevos, crujientes.
Adiós, cucharita en la boca.
Adiós, portabebés y cochecito.
Adiós sentirme indispensable, dueña, única.
Adiós al halago del llanto que pide solo por la madre, que
no negocia, no se calma, no admite reemplazos.
Adiós mundo conocido que tanto me costó construir, al punto
de dejarme al borde del colapso o cuanto menos, al borde.
Adiós control.
Adiós antenas, que todo lo supervisaban.