jueves, 18 de febrero de 2016

Adiós bebé


No quiere que lo abrace. Me sentaría dos horas en el agua con él a upa, se me hace agua la boca de las ganas de acunarlo pero él en cambio me empuja muy despacio y propone otros juegos. En el corazón de esos juegos, como cuando perseguimos al sapo a cuerda de una punta a la otra de la pileta, a veces hay un momento en que lo atrapo y lo aprieto contra mí para hacerle cosquillas. Pero ni bien termina ese estallido de la risa, él se aleja.

Lo poco que aprendió a flotar lo aprendió solo, no quiere que le enseñe nada. Rechaza el flotador de color verde que le compré en una juguetería del barrio, y fue tan claro en su rechazo que un día el flotador apareció todo mordido.

Se están terminando los días de los pañales y del cochecito. En lugar de cargar un bebé, ahora llevo un nene de la mano. Una criatura de una madurez extraña, que nunca me permite saber con certeza todo lo que entiende. En otro tiempo, cuando yo me largaba a llorar, él también se ponía lloroso y me decía “Mamá, no, no”. Pero las últimas veces que me vio llorando se acercó tranquilo y me rodeó con los brazos.

Me parece que el órgano que nos unía, cualquiera que haya sido, está agonizando. Supongamos que se muere para transformarse, pero siempre prefiero sentir el dolor hasta la última gota en lugar de apurar el consuelo de la autoayuda. Y además, podría jurar que mi alma de estos últimos tres años era un animal salvaje que se escapó una noche, si es que se puede decir algo así.

Esa madre salvaje que lo amamantó, herida, o que lo alojó en un interior hasta para mí desconocido, que vigiló la respiración durante cada una de las noches de estos mil días, era un lobo.

Los chicos siempre son los primeros en irse, no les cuesta nada. Los grandes somos muy pesados.

Además, siento que mi corazón es viejo, no cambia con facilidad.

Una noche no quiso dormir en nuestra cama. Lloraba, se negaba a acostarse. No dijo nada, pero con una determinación que es envidiable se fue a dormir a su pieza por primera vez, no volvió nunca. Voy a decir una cosa que me da vergüenza: durante varias noches, yo dormí en un colchón al lado de su nueva cama. Como una enamorada, como una adicta, no podía conciliar el sueño sin tener a mano ese cuerpo dormido que incluso a la noche, estaba bajo mi cuidado.

La recuperación es lenta, y esos pocos metros que separan ahora mi cama de la suya son históricos.

Adiós pañales nuevos, crujientes.

Adiós, cucharita en la boca.

Adiós, portabebés y cochecito.

Adiós sentirme indispensable, dueña, única.

Adiós al halago del llanto que pide solo por la madre, que no negocia, no se calma, no admite reemplazos.

Adiós mundo conocido que tanto me costó construir, al punto de dejarme al borde del colapso o cuanto menos, al borde.

Adiós control.

Adiós antenas, que todo lo supervisaban.

jueves, 28 de enero de 2016

Las piletas



Costó, pero la armamos.  

No es el calor,
es que ya no sabemos
a qué jugar
probamos entrar en lo líquido.

Había caños cortos y otros más largos,
machos y hembras,
así decía el papel que mostraba una pileta igual
a escala y a punto de armarse.
Lo miré fijo, como si no pudiera establecer
ninguna relación entre el montón de caños que salió de la caja
el peso de la lona, doblada con prolijidad
y ese dibujo. Hay veces que me tildo. Además
quise armar la pileta y no quería
pero la armé.

El patio parecía nuevo.
Cortado a la mitad, distinto.
Plantas arrinconadas por allá,
y por acá
un escenario para el agua.

Es una posibilidad lo que estamos desplegando
al mismo tiempo que la lona azul,
salida de una caja.

Los caños al chocarse
hicieron un sonido de campanas
de entrecasa.

El interior de la lona tiene ondas y burbujas celestes
un dibujo pop
pero es rugoso, de pileta de antes.

Hubo un antes y un después:
el verano se volvió más intenso
más material
y al mismo tiempo, menos material,
se envolvió para nosotros
en un capullo líquido.

Desde ahí me metí todos los días,
agradecida. Pero sola no:
con ese nene de tres años que se parece a mí
como una especie de unidad
desarmada
que el agua junta
y vuelve a separar.

Nosotros, y el autito azul
el amarillo
el barco que está roto
el buzo al que le falta la pierna
una nave espacial que lanza agua
y salió de un kínder
yo salí del agua
y él
salió de mí.

Hay peces de colores.
Hay un casco amarillo
que lleno de agua
y me pongo en la cabeza
para hacerlo reír.

Enseguida inventamos nuestros juegos
el del barco que choca contra un témpano de hielo,
el que soy un tiburón,
él un pez,
y lo persigo para devorarlo,
y otros más,
casi todos de peligro.

El corazón me late
muy silencioso
adentro de la malla
por el bebé que no lo necesita.

Pero esta no es la pileta de los juegos.
Es la del cloro que administro yo,
la que mantengo limpia
la del cubrepiletas que fui a comprar y pongo con cuidado
todas las noches
para sacarlo al otro día
y tenderlo a secar en la soga.

Acá soy la mamá, que dice “no hagas pis”
“no te tomes el agua”,
y aunque la lona, rugosa como antes,
me lastimó las rodillas,
yo soy grande
hay un tono de nena que me quiero sacar
el agua no devuelve nada.

Hay fantasmas en la siesta
los más extraños
del día de verano.
Velados por el sol,
cuando la luz me hace cerrar los ojos
se revelan. Gritan
y son gritos de juego, de felicidad
el entusiasmo de los chicos
la energía amarilla de los chicos
a veces sólo quiero que se apague
para hacer la plancha
sin hablar.

Dios mío, nada es simple.

Este pedazo de cielo que nos toca
entre paredes mohosas,
¿está bueno?

Una vez por hora
lo cruza un avión
que no nos mira.

La casa vista desde la pileta
la pileta
vista desde la casa
los días y los juegos
todo es nuevo
y a la vez tan antiguo
que me arrastra.

Sumergida hasta la boca
en agua fría
hablo con mis hermanos
hablar es un juego que jugamos
en esa piletita donde entramos apretados los tres
y que nos regaló mi tío,
como esta que nos regaló una amiga.

¿Por qué las pelopinchos
llegan hasta nosotros?
No las buscamos.
Sólo después de muchas tardes sumergidos
se lava esa extrañeza.
Nos quedamos acá
más y más horas
hasta que lo raro
queda afuera.

¿Qué tristeza puede haber en el agua?

El hueco que ocupa cada uno
junto a la lona áspera
es un huevo
una casa
de un tirón es preciso arrancarse
cuando desaparece el sol
y el cuerpo, ya vencido
se descubre temblando.

Me acuerdo bien de ese dolor.
La despedida hasta mañana, o reconocer
que ya se fue la tarde, sin que lo notemos.
Se fueron muchas otras cosas.

Y yo me aplasto
contra el fondo de lona, la cabeza hundida
como si a fuerza de quedarse ahí
se pudiera acceder a lo profundo
y la pileta llegara, algún día
a ser el mar.

¿Hay melancolía en las piletas?

Amables y chatas
inmóviles contra el cemento duro
tan cerca de la cara
marcando un límite
con su mensaje siempre igual
“Hasta acá llegaste
sos una persona
vivís en la ciudad”.



jueves, 14 de enero de 2016

Asado


Llegué temprano, demasiado incluso. No había nadie más que la dueña de casa, enseguida le elogié el departamento y le pedí que me mostrara dónde estaba la parrilla. Nunca había hecho un asado pero esa vez, en la larguísima cadena de mails entre colegas mujeres que desembocó en una reunión de fin de año, me ofrecí para prender el fuego.

Más que ofrecerme, las engañé diciendo que yo sabía para que nadie se bajara de ese plan, tentadas a pedir delivery ante la ausencia de asadoras que nos convertía en un montón de inválidas. Inaceptable. Así que di mi palabra, con la vaga esperanza de que algún video de Youtube me enseñara eso que parece un arte tan difícil: poner carbón, palitos, papeles de diario, darle mecha y esperar.

El monoambiente con un fondo enorme, mitad patio con enredaderas y mitad jardín con pasto, lujoso para San Cristóbal, tenía un espacio para hacer el asado, una mesada revestida en ladrillos refractarios sobre la que se ponían dos ladrillos sapo y una especie de enrejado de hierro.

Había dos bolsas de carbón, más que suficiente. Yo tenía puesta una blusa color crema espantosa que me compré porque en el probador me había parecido que me quedaba bien, una cosa con volados. No me importaba manchármela y hasta esperaba ensuciarme para que me quedara marcado en la cara y en las manos, con trazos de carbón, el trajín y el sacrificio de pasar la noche junto al fuego, manipulando pinzas y brasas amenazadoras.

Otra persona más se había ofrecido en los mails para ayudar con el asado, un tal José. No sabía quién era pero esperaba tener todo listo antes de que llegara. Primero, porque no me gusta demasiado compartir el trabajo. Segundo, porque en algún resquicio al fondo de la mente me daba vergüenza la posibilidad de que mi instructivo de internet no sirviera para nada y el fuego fracasara enseguida.

En el video que había elegido, un tipo al que no se le veía el cuerpo de la cintura para arriba enrollaba unas hojas de diario, hacía conos que después convertía en especies de coronas y las acomodaba una encima de la otra. Después iba apilando pedazos de carbón alrededor, prolijamente hasta llegar a la cima, y metía un fósforo encendido por algún huequito en el costado de esa montaña. Corte. Treinta minutos después, todo era brasa grisácea que se deshacía sobre sí misma. Sólo hacía falta desparramarla un poco y ponerle la parrilla encima.

Parecía genial, facilísimo. Tenía mis dudas, y al mismo tiempo no se me ocurría cómo algo tan simple podía fallar. Así que, envalentonada, enrollé los diarios, hice las coronitas –un poco demasiado grandes, es verdad-, apilé los carbones alrededor, y me alejé para contemplar el resultado. Lo que me había dado un poco de trabajo era que la mitad de la bolsa de carbón era pedacitos triturados, difíciles de apilar, que se desmoronaban todo el tiempo, pero lo había solucionado bastante bien poniéndolos arriba.

No veía la hora de encender esa montaña negra, pero al mismo tiempo, apurarse parecía ridículo. No había nadie, nada de carne, y si la brasa se hacía rápido y la carne no llegaba…no lo quería ni pensar. Fui al baño a lavarme las manos y después en la cocina me serví un vaso de agua mientras esperaba a las demás.

Al lado de la heladera había otra chica, que no escuché llegar, sacando unas botellas de una bolsa. Una rubia de pelo corto a la que la dueña de casa me presentó como Jose. En un primer momento no pensé nada pero después, acostumbrada a estar equivocada, me di cuenta. “Ah, ¿vos sos José?”, le dije entre aliviada y contenta. Le dio risa. Era José.

Más chica que yo, con un corte de varón y dientes de conejo que le daban un aire entre terriblemente simpático y glamoroso, como si fuera la cruza de una nena de primer grado con una modelo de Berlín (aunque no lo suficientemente alta), se llamaba Josefina, pero apenas le cabía ese nombre. En cambio Jose le quedaba perfecto. Tenía una musculosa, una minifalda de jean holgada y zapatillas Nike.

La gente que se viste cómoda y así nomás para un sábado a la noche me da mucha envidia. No les importa nada, andan por todo Buenos Aires como si fuera el barrio, a veces incluso en bicicleta o con mochila, y a todos los que usamos zapatos o carteras nos hacen quedar un poco estúpidos.

Convencida de que el asado estaba a cargo de ella, Jose había venido temprano para preparar la parrilla y el fuego. Le dije que estaba todo encaminado y pareció impresionada, la llevé hasta el patio para que viera la montaña de carbón rellena de papeles. Le pareció bien, fascinada cuando le dije que todo lo había sacado de un video, y también opinó que no había problema con prenderla porque la mayor parte de la carne la había traído ella.

Fui a la cocina a buscar unos vasos y una botella de cerveza. Pedí algún recipiente que pudiera servirnos como cenicero. Jose fumaba y yo también, iba a ser necesario. Me pidió un cigarrillo con la promesa de que en un rato iba a salir a comprarse un atado, pero no me molestó para nada convidarle, aunque a veces, si no me gusta la persona que pide, me molesta.

De nuevo en el patio, las dos frente a la parrilla, se animó a sugerirme que lo mejor era correr la pila de carbón hacia un costado, cosa de tener un fuego almacenado ahí, mientras parte de la brasa se iba disponiendo bajo la parrilla. Me pareció que me lo dijo con mucho cuidado, tratando de no herirme.

Yo opiné que la montaña era imposible de correr sin que se derrumbara por completo; probamos, y enseguida se empezó a desmoronar. Jose la acomodó un poco y decidió que se quedaba ahí. Busqué fósforos, no había. Traje un pedazo de papel de diario, lo enrollé y lo prendí con el encendedor. Ella agregó un par de bollos de papel arrugado en eso que parecía un agujero de volcán, pero no demasiado compactados, según me explicó, para no ahogar el fuego.

Parecía una experta y hablaba como tal. Los papeles prendieron rápido y las llamas color naranja emergieron unos centímetros por encima de la pila de carbón. Jose y yo las miramos calladas, durante un rato hablamos poco, apenas para decir algo sobre lo lindo que era mirar el fuego, y nos tomamos despacio la cerveza que no estaba muy fría. Enseguida la parrilla empezó a escupir chispas, cada vez más, y tuvimos que alejarnos un poco. Era como una invasión de chasquibun que apenas permitía meter la mano para acomodar un pedazo de carbón caído, y hacia arriba, un chorrazo de chispas que parecía una bengala y amenazaba con incendiar la parra.

Yo nunca había visto tantas chispas y sospechaba de manera difusa que había hecho algo mal, quizás los pedacitos más chicos de carbón estaban explotando y hubiera sido mejor no usarlos, o rodearlos por los más grandes. No entendía si lo que estaba pasando estaba bien, pero a Jose nuestro fuego le parecía bellísimo y lo miraba contenta, como si se tratara de fuegos artificiales de Año Nuevo más que la preparación para un asado.

Algo de eso había. Las chispas saltaban brillantes todo alrededor, en direcciones caprichosas, y la llamarada que subía con fuerza de adentro de la montaña de carbón la hacía parecer un volcán, un poco peligroso, excesivo.

Nuestro fuego parecía una galaxia cuyas estrellas nacían y morían, todo al mismo tiempo. Una chispa aparecía, se la tragaba la noche pero no había tiempo para lamentarlo porque ya estaban estallando muchas más.

Yo la miraba a ella, después al fuego, y también me sentía satisfecha. El peligro mínimo de esas astillas de luz que nos saltaban encima nos mantenía a una distancia tensa. Había pensado que me podía aburrir un poco esa noche, sobre todo si me tocaba charlar demasiado con gente que quisiera hablar de cosas serias, pero con Jose nos entendimos desde el principio y nos dedicamos felices al fuego, no hubo necesidad de la charla tediosa de quién sos y qué hacés y qué opinás de todo.

-La verdad que no lo puedo creer, no daba un peso, me dijo Jose divertida.

-¿Cómo que no dabas un peso? ¡Pero si me dijiste que estaba bien!

-Sí, para no hacerte sentir mal, pero eso del carbón no pensé que iba a funcionar.

-¡Ah, bueno! Gracias por prenderlo igual, le devolví con un tono de ironía que era fingido.

Estábamos jugando.

Me pidió otro cigarrillo, volvió a repetir la promesa de comprar, pero una hora después, ya fumábamos del mismo atado. Mientras tanto iba llegando gente; alguien saló la carne y la trajo en una bandeja, yo tomé el mando de una mesita que estaba cerca de la parilla y ahí fui poniendo la carne, haciendo lugar para nuestros vasos, el cenicero que no estábamos usando y una botella de cerveza nueva.

Llegó más gente, cuando salían al patio todas se acercaban a la parilla para admirar el fuego, nos felicitaban y después terminaban por acomodarse alrededor de la mesa, donde habían puesto cosas para picar. Alguna otra compañera se quedó un rato largo charlando con nosotras, pero a medida que pasaron las horas, ellas iban y venían y Jose y yo quedábamos ahí, firmes al lado de la parilla, concentradas en el asado.

Cuando el carbón fue brasa, ella fue corriendo una parte hacia un costado, desparramó lo demás ayudada por una palita de metal y fue partiendo los pedazos más grandes hasta dejar trocitos del mismo tamaño, parejos, una capa de brasas encendidas y perfectas, a la distancia perfecta de la parrilla que enseguida puso encima. Con lo que había separado al costado hizo más fuego, le puso madera encima y más carbón, lo sopló para avivarlo.

Yo la miraba de atrás y me daba cuenta, con un poco de pudor, que si me sentía canchera por haber hecho fuego a partir de un video de Youtube, a ella se le notaba que tenía mil asados encima. Asados, viajes, fiestas, reuniones, toda una vida de adquirir experiencia en la que seguro le había ido re bien, le caía bien a todo el mundo, era la clase de persona de la que uno agradece su llegada cuando está en una reunión un poco aburrida, o cuando hay un asunto que solucionar y todos se acobardan.

Jose no dejó de sonreír en toda la noche, hizo que todo lo difícil y el esfuerzo pareciera nada, y como no era un chabón, en ningún momento se comportó como si estuviera haciendo algo complicado, mucho menos una proeza. La ayudé como pude, puse la carne arriba de la parrilla, opiné poco, estuve de acuerdo con la mayoría de sus decisiones y la respeté infinitamente cuando a una tira de asado la dobló por la mitad, porque una parte era mucho más fina que la otra y convenía cocinarla después para que no se pasara.

Mientras tanto charlamos de modo muy casual, y las veces que dije “mi novio” o “mi hijo” a propósito de otra cosa me empezaron a pesar cada vez más. Mi juventud acababa de terminar, y ella, que tenía unos diez años menos, estaba viviendo la suya de pleno derecho. Se le notaba hasta en las zapatillas, que yo no podía dejar de mirar, y en las piernas apenas bronceadas que subían hasta la pollera de jean, tan cómodas como si todavía tuviera la bikini abajo y acabara de llegar de la playa o la pileta.

A un par de metros, el bla bla de la charla en la mesa llegaba hasta nosotras como ruido de fondo. Me ofrecí para traer cubiertos. Jose dijo que no hacía falta, pero la verdad es que se estaba quemando los dedos en su afán de hacer demasiadas cosas con la mano. Le alcancé cuchillo y tenedor, y enseguida usó el cuchillo para cortar un pedacito de la tira de asado que le parecía que estaba listo. Lo agarró con las manos, los dedos ya brillosos por la grasa y el jugo, y se lo llevó a la boca. “¡Qué rico!”, dijo con una sonrisa. Estaba feliz.

Avisamos al resto que enseguida íbamos a servir la carne. Traje una bandeja limpia de la cocina, sacamos una tira, la corté en pedazos y la hice circular alrededor de la mesa. Todo el mundo estaba entusiasmado, con esa alegría que solamente produce el asado, algo que viene del fuego y lleva todo lo primitivo encima. Después fui a la parrilla con la bandeja vacía y le pregunté a Jose si no se iba a sentar para comer.

-No, mi papá me dijo que el asador come de parado, me dijo mientras se chupaba los dedos que acababan de sostener otro huesito.

Me quedé con ella. A mí también me gustó la idea, y prefería quedarme ahí toda la vida antes que ocupar un lugar en la mesa al lado de las otras. Había algo que no quería abandonar, ese puesto al lado del fuego que habíamos compartido, la intimidad de ser las asadoras y una charla que nos concernía solamente a nosotras. Yo había encontrado mi lugar en la fiesta, a pesar de que al rato vino una compañera, se acomodó en un banco cerca de la parrilla con su vaso de vino y atraídas por lo que ya era un trío, no tardaron en caer las otras.

El resto de la noche no nos volvió a juntar. En las evoluciones de los grupos a lo largo de la fiesta, ocupé distintos lugares pero ninguno me dejó al lado de Jose, y fue ahí, a la distancia, que me di cuenta de que ya no me importaba nada de esa reunión si no iba a volver a hablar con ella. La miré de lejos. Fumaba tranquila, distendida, con la cabeza apoyada en la pared, y se reía. Todo le resultaba fácil. Dijo que después se iba a una fiesta en Caballito, y preguntó si alguien más quería ir.

Nos sacamos una foto, todas juntas, en la que estoy muy seria y alejada de ella. Después nos dispersamos todas a la vez. Una que estaba en auto se ofreció para llevarme hasta mi casa. Saludé a todas con un beso, una por una, solo para llegar hasta ella, que me dedicó una mezcla de beso con semi-abrazo. Me pareció que me saludaba con un poco más de entusiasmo que a las demás, pero no estoy segura.

jueves, 17 de diciembre de 2015

Pompeya



Ahora vamos para allá. No sabemos por qué, en lugar de pasear para el lado del centro paseamos para el otro lado. Pero no el otro lado más allá, afuera, alejándose de la ciudad para buscar una pureza esquiva. No: más allá del barrio, donde no nos espera más que otro barrio, peor o más feo.

No hay nada en Pompeya que justifique un paseo, o sí lo hay. Una iglesia, un puente, un Frávega. Ya fuimos varias veces y cuando la tristeza llega a su punto máximo, o a veces solamente un poco más acá de Puente Alsina, tomamos el 28 y nos volvemos.

Por Caseros y más allá del parque, Avenida Sáenz puede ser el camino que nos lleve a destino. Esta vez elegimos Almafuerte. Con paradas en cada juguetería de esas que abundan en el barrio: de un lado de la vidriera chiches, del otro bazar. Pero no compramos nada.

El parque está, como poniéndole punto final a una zona. Marca el inicio de otra sucesión de plazas y hospitales: el que parece un transatlántico blanco, enorme, con autos estacionados alrededor. Después esa manzana que es casi un descampado, pasto y el suelo ondulante, y después otro hospital, más gris. Y otra plaza.

Me parece que puedo tomar estas cuadras y plegarlas, así, una punta sobre otra para que los hospitales de allá, el Garrahan, el Udaondo, se toquen con estos otros. O con el hospital Muñiz, detrás del parque Ameghino, ahora pintado de blanco y turquesa.

¿Quién sabía que todo esto estaba acá?

Es el fin de la tarde y en un restorán peruano preparan las mesas, me meto para pedir un flyer o un imán. Las cortadas silenciosas que parecen un refugio para los que buscaban tranquilidad de barrio y casas antiguas para reciclar se terminaron, Parque Patricios se termina también. En un punto impreciso, o quizás no tanto.

En una sensación: la que va de las casas antiguas cada vez más escasas, los árboles que hacen sentir su ausencia cuando todo se vuelve más gris, a esta avenida que lo va dejando todo atrás, con escala en el Ejército de Salvación.

Ahí, donde se cruza en la acumulación de muebles viejos, ropa clasificada con rigor, en un recinto enorme, la necesidad real de las familias que van a buscar una heladera que ande con la necesidad de estilo de los chicos y chicas que van a buscar una Siam. Un tocadiscos, un mueble que parezca retro.

(...)



martes, 8 de diciembre de 2015

Querida yo


Vos escribías mails con muchos juegos de palabras, ¿te acordás?
ibas a natación y volvías como si hubieras visto el paraíso

en el paraíso de tu mente
contenías la respiración

la malla negra tenía vivos en color coral

a veces no podías decir una frase sin hacer una broma
fascinada con tu propio ingenio
y nunca te encontraste
sin nada que decir

y si te odiabas era dulcemente
con algo de coquetería.

sábado, 5 de diciembre de 2015

La noche


Abrí los ojos como si un segundo antes no los hubiera tenido cerrados. Totalmente despierta, me di vuelta y lo vi.

-Marina.

-¿Qué pasa?

-¿Estás dispuesta a escuchar lo peor?

No me podía dar cuenta si eran las tres o las cinco, si me había acostado recién o varias horas antes. Yo me fui primero a la cama, me acomodé como todas las noches al lado de mi hijo, cuidando de no moverme demasiado. El se quedó mirando tele.

Ahora parecía estar hablando muy en serio y ese era un tono infrecuente a esas horas de la noche, en las que si nos decíamos algo era circunstancial, referido a la temperatura de la pieza, la hora que cada uno pensaba que era, o alguna tormenta que amenazaba con nuevas goteras en el techo del living.

Me incorporé un poco en la cama con el codo apoyado en el colchón y, no sé por qué, decidí yo también tomármelo en serio. Antes de acostarme yo, habíamos tenido una discusión breve porque él me estaba por contar algo que había pensado con respecto al futuro, algo que quería para el año siguiente, y yo me distraje leyendo. Se ofendió, no me quiso decir más nada.

Así que lo miré muy seria, tranquila, dispuesta a demostrarle que sí podía bancarme lo peor.

-Mirá, vas a pensar que te estoy diciendo cualquiera pero hace un rato empecé a escuchar voces.

Pausa.

-¿Viste como en las películas, que hablan para atrás? Eran voces así, y yo como que las quería dejar de escuchar y no podía hacer nada, no me podía mover. Y en una me pude mover y te toqué el brazo, ¿vos sentiste que te toqué?

-No, no sentí nada.

Nunca lo había visto tan asustado. O lo que nunca había visto en él era esta clase nueva de miedo, no al futuro, a no tener plata, a que a nuestro hijo le pasara algo malo, sino a algo que además de miedo le daba vergüenza. Como si me hubiera dicho que tenía herpes o algo así.

Enseguida, algo de ese miedo se trasladó hasta mi lado de la cama. Moví el brazo hacia atrás para tantear el celular que estaba al costado del colchón, lo agarré y miré la hora. Las tres y veinticinco. No sé qué me importaba, pero estaba bueno salir de ese intercambio entre los dos. Poner la atención en algo más concreto.

-Tuviste una pesadilla, le dije. Traté de sonar certera. Sentí que era lo que tenía que decir.

-¿Te parece?

-Sí, obvio.

-Pero mirá que yo estaba despierto, solo que no me podía mover, era re feo. Estaba como atrapado en mi cuerpo y quería salir pero no podía hacer nada.

Nuestro hijo dormía tranquilo entre los dos, igual que siempre. En el mismo lugar, entre los dos, en que se había instalado una ola de miedo, no demasiado grande pero que nos envolvía.

Traté de dejar de mirarlo y pensar, él estaba asustado de verdad y esa cara que nunca le había visto me lo hacía todo más difícil. Desvié la mirada hacia la pared, la cortina color crema se hinchaba y se deshinchaba muy despacio con el viento, por lo menos era algo real, y me di cuenta de que esa convicción de él, tan delirante, era lo que a mí me llenaba de terror. Que la persona que duerme al lado tuyo escuche voces es malísimo, pero que esté seguro de que las escucha no es mucho mejor.

Le dije que muchas veces los sueños eran así, que uno estaba seguro de que estaba despierto y no se podía mover porque estaba dormido. Que de vez en cuando me pasaba y mi mente hacía un esfuerzo enorme para sacarme del sueño.

Relajó un poco la expresión. Se quedó pensando.

-¿Pero vos no sentiste que te toqué el brazo?

-No, no lo sentí. Pero en todo caso eso no prueba nada, me podías haber tocado dormido.

-Sí, tenés razón. Flasheé que me había agarrado el diablo y no me dejaba ir.

-Pero vos no creés en el diablo.

-Sí, creo.

-¿Pero cómo vas a creer en el diablo si no creés en dios?

-Y bueno, pero creo. ¿Qué tiene que ver?

-Y, porque al diablo lo creó dios. Era un ángel muy poderoso que en un momento se degradó y se convirtió en el diablo.

-Ah, ni idea, no sabía.

-Bueno pero ya pasó.

-Sí, igual, ahora que vos me lo decís, sí, me parece que debe haber sido una pesadilla. Aparte porque algunas veces tuve sueños así, que estaba como encerrado en mi cuerpo, como si fuera una burbuja, y no podía salir, y pasaba algo horrible pero yo no podía hacer nada.

-Bueno. ¿Te parece que vas a poder dormir o te da miedo?

Se quedó pensando unos segundos, boca arriba.

-No, todo bien. Voy a dormir.

Me dio la espalda y se acomodó el acolchado por debajo de los hombros. A mí me daba cosa darme vuelta, no sabía por qué pero necesitaba estar presente en ese lado de la cama que ocupaban ellos. Cerré los ojos y traté de dormirme.

Los abrí enseguida. Ese maldito alerta de los ojos abiertos, que no sirve para nada. Traté de pensar que no cambiaba nada si yo abría o cerraba los ojos, pero los dejé abiertos por un rato muy largo. Franco cambió la respiración, se había dormido.

Me di vuelta, sintiendo como nunca que para dormirse hay que soltar todo, abandonar el control, y yo en ese momento no podía. Menos así, sin ver lo que pasaba a mis espaldas. Me di vuelta otra vez. Todo igual. Franco pasó a una respiración más pesada y a los pocos minutos se volvió a despertar, me miró, me preguntó si había escuchado ese ruido.

A mí ya se me estaba pasando el primer miedo, quizás por eso esta segunda arremetida me dejó helada.

-No, no escuché. O sea, hay ruidos, todo el tiempo, ¿vos a qué te referís?

-No sé, un ruido. Pero no de acá. Mirá, ¿no es raro que abran la reja a esta hora?

-No, para nada, es viernes, algún vecino que llega de salir.

-Sí, puede ser. Bueno ya fue, que descanses.

Por segunda vez, se dio vuelta y se durmió. Tiene ese don de caer rendido en el sueño que yo no experimenté jamás. Me lleva mucho tiempo volver a dormirme. Además, me estaba haciendo pis, muchísimo.

¿Pero cómo iba a hacer para ir al baño? Ni loca me movía, odio ir al baño de noche cuando estoy asustada porque ir, prender la luz, hacer pis, no me cuesta demasiado, pero apagar la luz del baño y cruzar todo el living de vuelta hasta la cama, a oscuras, sabiendo que el baño y la cocina también oscuros quedan atrás, que no los puedo ver, es algo que me supera.

Y sin embargo, tenía que ir. Hay grados de ganas de hacer pis que se soportan y otros que no, este era un grado insoportable. Además, pensaba que no podía dejarme convencer así, que si Franco tenía miedo mi deber era compensar eso con un poco de valentía. Que algún día mi hijo iba a tener pesadillas y yo tendría que permanecer tranquila y consolarlo, ser la cordura de la que él pudiera agarrarse para salir de una sugestión.

Pensé cómo iba a hacer todo, lentamente y sin salir corriendo, porque eso me pone más nerviosa. Pero por esta vez, iba a dejar prendidas las luces del living. Me levanté de la cama y caminé despacio, salí de la pieza, moví el interruptor que estaba al lado de la puerta y el living se iluminó. Me hizo bien mirarlo: los sillones, los chiches, todo como siempre. Era el cuerpo de mi novio ahí en la cama lo que me ataba al miedo.

Llegué al baño, me bajé la ropa y me senté en el inodoro tratando de no pensar que era un agujero negro del que podían salir cosas. Después de tirar el botón –otro ruido que me da pánico cuando estoy así, esa garganta desconocida que se traga todo - me miré al espejo y verifiqué de reojo que no había nada del otro lado de la cortina de la bañadera. Como quien no quiere la cosa, siempre con la convicción de que si muestro algún tipo de inquietud, salgo corriendo o me pongo a revisar rincones como una loca, estoy perdiendo la batalla contra una fuerza desconocida y en el mismo acto, casi convocándola a la existencia.

Tomé valor para desandar el camino hasta la cama. Apagué la luz del baño y caminé despacio sin darme vuelta. También apagué la del living, ya más tranquila. Cuando volví a la pieza y lo vi a mi novio acostado ahí, volvió la sugestión.

Ocupé mi lugar en la cama y me tapé con el acolchado, pero enseguida lo corrí un poco para sacar los pies afuera. Hacía una mezcla de frío con calor, de confusión entre tormentas. La noche estaba enrarecida, todo un poco corrido de su lugar. Todos parecíamos distintos.

Miré otra vez la espalda de mi novio, tratando de imaginar cómo sería si se volvía loco y nos mataba. Pensaba también en las películas donde las madres van a buscar a los hijos al infierno, los traen en brazos, desmayados o cubiertos en una baba pegajosa que aglutina a los muertos y los demonios en una misma masa caótica.

Yo podría ser así de valiente si supiera cómo proceder. Quizás tener la certeza de que el mal existe, tiene la forma del infierno cristiano y es un lugar del que se vuelve sea la clave para semejantes actos de coraje. Lo que sí, en este cansancio mortal de fin de año, la idea de tener que incorporar este otro orden a la realidad, de revisarlo todo, me parecía un trabajo agobiante.

Ojalá que el mundo sea este, tenga la forma que yo creo. Este mundo, en el que el mal es pelearnos, estar enojados.

Hay toda clase de ruidos a la noche. Una tabla del piso que cruje debajo de la cama, aunque nadie se haya movido. El repiqueteo de un tic más difícil de identificar, que una noche hace muchos años me despertó y me sonó a algo infernal hasta que una cucaracha enorme bajó corriendo desde lo alto de un ropero adonde había bolsas con ropa. El flap flap de una polilla contra el techo de vidrio del patio cubierto, cuando creen que golpeando como locas pueden salir al aire libre. Otros ruidos que no se sabe de dónde vienen, la risa de mi hijo dormido que procede del fondo de algún sueño, la sirena de una ambulancia como amuleto contra todo lo imposible de atribuir.

La vez que alguien escuchó algo y pensó que era tal cosa se convierte rápidamente en una historia. La de las creencias o errores, la de lo que no pasó pero tuvo sus efectos. O la del miedo, al que si las voces que se escuchan son reales o no, le da lo mismo.



martes, 1 de diciembre de 2015

Diez dólares

Fui a entrevistar a Selva Almada y a la media hora de empezada la charla, el grabador se quedó sin pilas. La pesadilla de todo periodista estaba sucediendo ahí, frente a mis ojos: “batería baja”. Si lo conversado hasta ese punto había quedado grabado o no, era algo que podría descubrir sólo después de resolver la primera parte del problema.

“¿Adónde hay un kiosco?”, le pregunté a la entrevistada con toda la voluntad puesta en aparentar una calma absoluta, ganada con años de oficio. Primero me ofreció las pilas del control remoto de su televisor: no servían, eran muy grandes. Me dijo que a la vuelta había un kiosco, que ojalá tuviera suerte porque esas pilas tan chicas no parecían fáciles de conseguir.

Salí, llegué hasta la esquina, que las pilas fueran comunes o rarísimas no era algo que estuviera dispuesta a admitir en mi mente como problema. Tenía que arreglarse todo, yo tenía que seguir con la entrevista sin recurrir a grandes rodeos por el barrio para buscar pilas infrecuentes. Llegando al kiosco me acordé de otra cosa peor relacionada con la cantidad de efectivo que llevaba encima.

No hay que salir sin plata, me lo repito una y otra vez y después no lo cumplo. Con monedas, o con tarjetas que muchas veces no tengo dónde usar, suelo salir de casa para encarar una ronda por la ciudad que a veces contempla, como único modo de enfrentar ciertos sucesos inesperados, la posesión de dinero en efectivo. Yo tenía algo más de diez pesos. Lo supe enseguida si necesidad de abrir el monedero, saqué la cuenta: el día anterior había un billete de cien, pero en un bar en el que había pagado con tarjeta de débito le pedí al mozo que me diera cambio para dejarle algo de propina. Sobre la mesa puse veinte pesos antes de irme, el diez por ciento de lo que había consumido, así que me quedaban ochenta.

Esa mañana había gastado un billete de cincuenta para cargar la Sube, quedaban treinta. Cuando bajé del subte en Rivadavia me metí en un kiosco para comprar barritas de cereal. Eran las doce, tenía hambre y no podría almorzar hasta eso de las tres, me pareció un gasto justificado. A falta de una, dos, y así se fueron diez y ocho pesos. Treinta menos diez y ocho, doce. ¿Cuánto podía salir una pila? ¿Cinco pesos?

Aplicando la regla general por la cual todo sale el doble de lo que pienso yo, me estiré hasta diez, quince. En ese caso no me alcanzaría ni siquiera para comprar una. Pero tenía, además, algo que ya ni contaba como plata cuando debía fijarme por alguna razón cuánto efectivo me quedaba. Un billete de diez dólares, que no puedo recordar cómo llegó a mis manos. ¿Quién tiene un billete de diez dólares? Y lo que es peor, ¿quién lo quiere?

Tenía diez dólares en mi monedero y el billete estaba ahí desde hacía tres o cuatro años, por lo menos. Una vez en la pizzería Rey había tratado de usarlo para pagar dos porciones de muzzarella con un chopp. Al lado de la caja había un cartel que decía “Dólar hoy: ocho pesos con cuarenta” pero cuando fui a pagar, el cajero no quiso aceptarlo. Creo que dijo algo así como que no podía saber si eran verdaderos o eran falsos, entonces por las dudas prefería no tomarme el billete.

Otra vez le pregunté a un taxista si me llevaba hasta Almagro por diez dólares, me dijo que no. Les propuse el mismo negocio a varios taxistas más en distintos barrios y ocasiones, ninguno quiso. Ya me daba vergüenza sacar ese billete. Parecía algo ofensivo, que ponía incómodos a los demás. Yo entendía que no quisieran darme cambio por un billete extranjero (no sé por qué, esto me parecía justificable) pero no entendía que no quisieran aceptarlo, como si el dólar no fuera universal ni Buenos Aires fuera una ciudad turística.

Esta vez era diferente porque había una necesidad mía de por medio; estaba desesperada. Entré al kiosco decidida a negociar con el kiosquero. Era un hombre de más de sesenta, con bigotes. Tipo mi padre. Le pregunté si tenía pilas como las que yo llevaba en la mano; sí, tenía. Salían doce pesos cada una. Me alcanzaba para una sola pila, no estaba tan mal, pero yo no tenía ninguna certeza de que el grabador pudiera funcionar con una pila nueva y una vieja. Le expliqué que no tenía más efectivo, primero dije que no sabía qué hacer, demostré quedarme helada del espanto, hice una pausa.

Enseguida arremetí con mis diez dólares. Le dije si por favor no me vendía dos pilas por ese precio, que estaba haciendo una entrevista por trabajo y que tenía que terminarla sí o sí. Me dijo que no podía de ninguna manera, como si yo le hubiera pedido que me guarde una bomba. Que no sabía cómo estaba el cambio y que cómo me iba a perjudicar, que diez dólares eran mucho más de cien pesos y mucho más que el precio de las dos pilas.

Insistí con que no me importaba, que era mi única posibilidad de poder seguir con la entrevista. “Soy una periodista y estoy trabajando, le pido por favor”. Incluso le aclaré que no esperaba vuelto, que se quedara nomás con el billete. No hubo caso. Un poco enojada porque al fin y al cabo, él me podría haber regalado una segunda pila sin que peligrara su negocio, compré la única que podía pagar y salí del kiosco.

El grabador prendió, funcionó lo más bien. Le toqué el timbre a Selva Almada ya más tranquila, y cuando me acomodé otra vez frente a la mesa de madera oscura hice un esfuerzo para recordar de qué estábamos hablando: algo con lo autobiográfico.

La entrevista terminó una hora después. En el transcurso de ese tiempo miré el grabador como una loca pero de soslayo, una y otra vez, esperando que en cualquier momento colapsara y yo me viera obligada a pedirle plata prestada a la persona que estaba entrevistando, horror de horrores. O a convertirme en una presencia de lo más molesta, si tenía que interrumpir otra vez para ir hasta Avenida Rivadavia a buscar un cajero. O a quedarme sin entrevista, y por supuesto también, sin dignidad.

Cuando salí era la hora de la siesta, el barrio estaba casi vacío y hacía calor. Necesitaba tomar algo fresco pero otra vez estaba el problema de los dólares. Me pregunté si valía la pena buscar un cajero, que sólo me iba a dar billetes de cien, para ir a un kiosco a comprar una botellita de agua mineral y exponerme a la cara de culo del kiosquero porque le pagaba con cien pesos.

Sí, valía. Al cajero lo encontré fácil. Por supuesto no me dio otra cosa que billetes de cien, así que cuando entré al kiosco que estaba casi al lado, vencida por el pudor, pedí un atado de cigarrillos además del agua para subir un poco el gasto que, ya cerca de los cincuenta pesos (treinta y nueve para ser exacta), justificaba mucho más el uso de los cien.

Mientras caminaba la cuadra y media que me separaba de la boca del subte pensé que ahora, además de un problema resuelto (el de las pilas) tenía un problema pendiente (el del billete). Yo no tenía ganas de pasarme otros cuatro o cinco años con ese billete en el monedero, porque era desidia y sobre todo porque me daba la idea, engañosa cada vez, de que yo tenía una solución, un plan B, una alternativa, cuando en realidad no tenía nada.

Era mejor tener el monedero vacío que tener un billete de diez dólares; el problema era qué hacer con el billete. La plata no se tira, eso sí. Una amiga se peleó con el novio hace un par de meses, él agarró un billete de cien que ella tenía arriba de la cómoda y lo partió en dos frente a sus ojos, un gesto efectivo como modo de mostrarse tan enojado que uno está dispuesto a hacer cualquier locura. Yo también tuve la fantasía de prender fuego unos billetes que tenía guardados mi novio, pero no lo hice.

No iba a tirar diez dólares a la basura y tampoco los iba a tirar en la calle, como quien no quiere la cosa. Me imaginé que una persona los encontraba y se ponía feliz porque no sólo se había encontrado plata, sino que además era en dólares. Doble suerte, podría pensar en un primer momento, hasta que tratara de hacer algo con el billete. Ir al banco, a una casa de cambios, a una cueva, a un kiosco, a un supermercado. Regalárselos a un amigo que viajara al extranjero.

Quizás era la única opción: que salieran del país. No se aguantaba más ese billete de diez dólares. Pero yo, con las mil cosas urgentes que tenía por resolver, no pensaba ponerme a buscar a una persona que estuviera por viajar y necesitara ese vuelto miserable, una persona que probablemente me miraría con desprecio pensando cómo esta loca se tomó semejante trabajo para darme este billete de porquería.


Me tomé el subte pensando en estas cosas; a las chica que en la línea A cantó un par de canciones y pasó la gorra, esa vez no le di nada. Al día siguiente escribí este cuento, es decir, lo estoy escribiendo ahora, y pienso que es lo único que pude comprar con ese billete de diez dólares. No mucho. Pero el placer de esa idea reside en lo simbólico: si efectivamente me compré a mí misma un cuento mío por diez dólares, o si me pagué diez dólares para escribirlo en una especie de encargo, ahí está el billete durmiendo en el monederito verde, al fondo de mi cartera, para demostrarlo.