martes, 1 de diciembre de 2015

Diez dólares

Fui a entrevistar a Selva Almada y a la media hora de empezada la charla, el grabador se quedó sin pilas. La pesadilla de todo periodista estaba sucediendo ahí, frente a mis ojos: “batería baja”. Si lo conversado hasta ese punto había quedado grabado o no, era algo que podría descubrir sólo después de resolver la primera parte del problema.

“¿Adónde hay un kiosco?”, le pregunté a la entrevistada con toda la voluntad puesta en aparentar una calma absoluta, ganada con años de oficio. Primero me ofreció las pilas del control remoto de su televisor: no servían, eran muy grandes. Me dijo que a la vuelta había un kiosco, que ojalá tuviera suerte porque esas pilas tan chicas no parecían fáciles de conseguir.

Salí, llegué hasta la esquina, que las pilas fueran comunes o rarísimas no era algo que estuviera dispuesta a admitir en mi mente como problema. Tenía que arreglarse todo, yo tenía que seguir con la entrevista sin recurrir a grandes rodeos por el barrio para buscar pilas infrecuentes. Llegando al kiosco me acordé de otra cosa peor relacionada con la cantidad de efectivo que llevaba encima.

No hay que salir sin plata, me lo repito una y otra vez y después no lo cumplo. Con monedas, o con tarjetas que muchas veces no tengo dónde usar, suelo salir de casa para encarar una ronda por la ciudad que a veces contempla, como único modo de enfrentar ciertos sucesos inesperados, la posesión de dinero en efectivo. Yo tenía algo más de diez pesos. Lo supe enseguida si necesidad de abrir el monedero, saqué la cuenta: el día anterior había un billete de cien, pero en un bar en el que había pagado con tarjeta de débito le pedí al mozo que me diera cambio para dejarle algo de propina. Sobre la mesa puse veinte pesos antes de irme, el diez por ciento de lo que había consumido, así que me quedaban ochenta.

Esa mañana había gastado un billete de cincuenta para cargar la Sube, quedaban treinta. Cuando bajé del subte en Rivadavia me metí en un kiosco para comprar barritas de cereal. Eran las doce, tenía hambre y no podría almorzar hasta eso de las tres, me pareció un gasto justificado. A falta de una, dos, y así se fueron diez y ocho pesos. Treinta menos diez y ocho, doce. ¿Cuánto podía salir una pila? ¿Cinco pesos?

Aplicando la regla general por la cual todo sale el doble de lo que pienso yo, me estiré hasta diez, quince. En ese caso no me alcanzaría ni siquiera para comprar una. Pero tenía, además, algo que ya ni contaba como plata cuando debía fijarme por alguna razón cuánto efectivo me quedaba. Un billete de diez dólares, que no puedo recordar cómo llegó a mis manos. ¿Quién tiene un billete de diez dólares? Y lo que es peor, ¿quién lo quiere?

Tenía diez dólares en mi monedero y el billete estaba ahí desde hacía tres o cuatro años, por lo menos. Una vez en la pizzería Rey había tratado de usarlo para pagar dos porciones de muzzarella con un chopp. Al lado de la caja había un cartel que decía “Dólar hoy: ocho pesos con cuarenta” pero cuando fui a pagar, el cajero no quiso aceptarlo. Creo que dijo algo así como que no podía saber si eran verdaderos o eran falsos, entonces por las dudas prefería no tomarme el billete.

Otra vez le pregunté a un taxista si me llevaba hasta Almagro por diez dólares, me dijo que no. Les propuse el mismo negocio a varios taxistas más en distintos barrios y ocasiones, ninguno quiso. Ya me daba vergüenza sacar ese billete. Parecía algo ofensivo, que ponía incómodos a los demás. Yo entendía que no quisieran darme cambio por un billete extranjero (no sé por qué, esto me parecía justificable) pero no entendía que no quisieran aceptarlo, como si el dólar no fuera universal ni Buenos Aires fuera una ciudad turística.

Esta vez era diferente porque había una necesidad mía de por medio; estaba desesperada. Entré al kiosco decidida a negociar con el kiosquero. Era un hombre de más de sesenta, con bigotes. Tipo mi padre. Le pregunté si tenía pilas como las que yo llevaba en la mano; sí, tenía. Salían doce pesos cada una. Me alcanzaba para una sola pila, no estaba tan mal, pero yo no tenía ninguna certeza de que el grabador pudiera funcionar con una pila nueva y una vieja. Le expliqué que no tenía más efectivo, primero dije que no sabía qué hacer, demostré quedarme helada del espanto, hice una pausa.

Enseguida arremetí con mis diez dólares. Le dije si por favor no me vendía dos pilas por ese precio, que estaba haciendo una entrevista por trabajo y que tenía que terminarla sí o sí. Me dijo que no podía de ninguna manera, como si yo le hubiera pedido que me guarde una bomba. Que no sabía cómo estaba el cambio y que cómo me iba a perjudicar, que diez dólares eran mucho más de cien pesos y mucho más que el precio de las dos pilas.

Insistí con que no me importaba, que era mi única posibilidad de poder seguir con la entrevista. “Soy una periodista y estoy trabajando, le pido por favor”. Incluso le aclaré que no esperaba vuelto, que se quedara nomás con el billete. No hubo caso. Un poco enojada porque al fin y al cabo, él me podría haber regalado una segunda pila sin que peligrara su negocio, compré la única que podía pagar y salí del kiosco.

El grabador prendió, funcionó lo más bien. Le toqué el timbre a Selva Almada ya más tranquila, y cuando me acomodé otra vez frente a la mesa de madera oscura hice un esfuerzo para recordar de qué estábamos hablando: algo con lo autobiográfico.

La entrevista terminó una hora después. En el transcurso de ese tiempo miré el grabador como una loca pero de soslayo, una y otra vez, esperando que en cualquier momento colapsara y yo me viera obligada a pedirle plata prestada a la persona que estaba entrevistando, horror de horrores. O a convertirme en una presencia de lo más molesta, si tenía que interrumpir otra vez para ir hasta Avenida Rivadavia a buscar un cajero. O a quedarme sin entrevista, y por supuesto también, sin dignidad.

Cuando salí era la hora de la siesta, el barrio estaba casi vacío y hacía calor. Necesitaba tomar algo fresco pero otra vez estaba el problema de los dólares. Me pregunté si valía la pena buscar un cajero, que sólo me iba a dar billetes de cien, para ir a un kiosco a comprar una botellita de agua mineral y exponerme a la cara de culo del kiosquero porque le pagaba con cien pesos.

Sí, valía. Al cajero lo encontré fácil. Por supuesto no me dio otra cosa que billetes de cien, así que cuando entré al kiosco que estaba casi al lado, vencida por el pudor, pedí un atado de cigarrillos además del agua para subir un poco el gasto que, ya cerca de los cincuenta pesos (treinta y nueve para ser exacta), justificaba mucho más el uso de los cien.

Mientras caminaba la cuadra y media que me separaba de la boca del subte pensé que ahora, además de un problema resuelto (el de las pilas) tenía un problema pendiente (el del billete). Yo no tenía ganas de pasarme otros cuatro o cinco años con ese billete en el monedero, porque era desidia y sobre todo porque me daba la idea, engañosa cada vez, de que yo tenía una solución, un plan B, una alternativa, cuando en realidad no tenía nada.

Era mejor tener el monedero vacío que tener un billete de diez dólares; el problema era qué hacer con el billete. La plata no se tira, eso sí. Una amiga se peleó con el novio hace un par de meses, él agarró un billete de cien que ella tenía arriba de la cómoda y lo partió en dos frente a sus ojos, un gesto efectivo como modo de mostrarse tan enojado que uno está dispuesto a hacer cualquier locura. Yo también tuve la fantasía de prender fuego unos billetes que tenía guardados mi novio, pero no lo hice.

No iba a tirar diez dólares a la basura y tampoco los iba a tirar en la calle, como quien no quiere la cosa. Me imaginé que una persona los encontraba y se ponía feliz porque no sólo se había encontrado plata, sino que además era en dólares. Doble suerte, podría pensar en un primer momento, hasta que tratara de hacer algo con el billete. Ir al banco, a una casa de cambios, a una cueva, a un kiosco, a un supermercado. Regalárselos a un amigo que viajara al extranjero.

Quizás era la única opción: que salieran del país. No se aguantaba más ese billete de diez dólares. Pero yo, con las mil cosas urgentes que tenía por resolver, no pensaba ponerme a buscar a una persona que estuviera por viajar y necesitara ese vuelto miserable, una persona que probablemente me miraría con desprecio pensando cómo esta loca se tomó semejante trabajo para darme este billete de porquería.


Me tomé el subte pensando en estas cosas; a las chica que en la línea A cantó un par de canciones y pasó la gorra, esa vez no le di nada. Al día siguiente escribí este cuento, es decir, lo estoy escribiendo ahora, y pienso que es lo único que pude comprar con ese billete de diez dólares. No mucho. Pero el placer de esa idea reside en lo simbólico: si efectivamente me compré a mí misma un cuento mío por diez dólares, o si me pagué diez dólares para escribirlo en una especie de encargo, ahí está el billete durmiendo en el monederito verde, al fondo de mi cartera, para demostrarlo.

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