Fui a entrevistar a Selva Almada y a la media hora de
empezada la charla, el grabador se quedó sin pilas. La pesadilla de todo
periodista estaba sucediendo ahí, frente a mis ojos: “batería baja”. Si lo
conversado hasta ese punto había quedado grabado o no, era algo que podría
descubrir sólo después de resolver la primera parte del problema.
“¿Adónde hay un kiosco?”, le pregunté a la entrevistada con
toda la voluntad puesta en aparentar una calma absoluta, ganada con años de
oficio. Primero me ofreció las pilas del control remoto de su televisor: no
servían, eran muy grandes. Me dijo que a la vuelta había un kiosco, que ojalá
tuviera suerte porque esas pilas tan chicas no parecían fáciles de conseguir.
Salí, llegué hasta la esquina, que las pilas fueran comunes
o rarísimas no era algo que estuviera dispuesta a admitir en mi mente como
problema. Tenía que arreglarse todo, yo tenía que seguir con la entrevista sin
recurrir a grandes rodeos por el barrio para buscar pilas infrecuentes. Llegando
al kiosco me acordé de otra cosa peor relacionada con la cantidad de efectivo que
llevaba encima.
No hay que salir sin plata, me lo repito una y otra vez y
después no lo cumplo. Con monedas, o con tarjetas que muchas veces no tengo
dónde usar, suelo salir de casa para encarar una ronda por la ciudad que a
veces contempla, como único modo de enfrentar ciertos sucesos inesperados, la
posesión de dinero en efectivo. Yo tenía algo más de diez pesos. Lo supe enseguida si necesidad de abrir el monedero, saqué la cuenta: el día anterior
había un billete de cien, pero en un bar en el que había pagado con tarjeta de
débito le pedí al mozo que me diera cambio para dejarle algo de propina. Sobre la
mesa puse veinte pesos antes de irme, el diez por ciento de lo que había
consumido, así que me quedaban ochenta.
Esa mañana había gastado un billete de cincuenta para cargar
la Sube, quedaban treinta. Cuando bajé del subte en Rivadavia me metí en un
kiosco para comprar barritas de cereal. Eran las doce, tenía hambre y no podría
almorzar hasta eso de las tres, me pareció un gasto justificado. A falta de
una, dos, y así se fueron diez y ocho pesos. Treinta menos diez y ocho, doce.
¿Cuánto podía salir una pila? ¿Cinco pesos?
Aplicando la regla general por la cual todo sale el doble de
lo que pienso yo, me estiré hasta diez, quince. En ese caso no me alcanzaría ni
siquiera para comprar una. Pero tenía, además, algo que ya ni contaba como
plata cuando debía fijarme por alguna razón cuánto efectivo me quedaba. Un billete
de diez dólares, que no puedo recordar cómo llegó a mis manos. ¿Quién tiene un
billete de diez dólares? Y lo que es peor, ¿quién lo quiere?
Tenía diez dólares en mi monedero y el billete estaba ahí
desde hacía tres o cuatro años, por lo menos. Una vez en la pizzería Rey había
tratado de usarlo para pagar dos porciones de muzzarella con un chopp. Al lado
de la caja había un cartel que decía “Dólar hoy: ocho pesos con cuarenta” pero
cuando fui a pagar, el cajero no quiso aceptarlo. Creo que dijo algo así como
que no podía saber si eran verdaderos o eran falsos, entonces por las dudas
prefería no tomarme el billete.
Otra vez le pregunté a un taxista si me llevaba hasta
Almagro por diez dólares, me dijo que no. Les propuse el mismo negocio a varios
taxistas más en distintos barrios y ocasiones, ninguno quiso. Ya me daba vergüenza
sacar ese billete. Parecía algo ofensivo, que ponía incómodos a los demás. Yo entendía
que no quisieran darme cambio por un billete extranjero (no sé por qué, esto me
parecía justificable) pero no entendía que no quisieran aceptarlo, como si el
dólar no fuera universal ni Buenos Aires fuera una ciudad turística.
Esta vez era diferente porque había una necesidad mía de por
medio; estaba desesperada. Entré al kiosco decidida a negociar con el
kiosquero. Era un hombre de más de sesenta, con bigotes. Tipo mi padre. Le pregunté
si tenía pilas como las que yo llevaba en la mano; sí, tenía. Salían doce pesos
cada una. Me alcanzaba para una sola pila, no estaba tan mal, pero yo no tenía
ninguna certeza de que el grabador pudiera funcionar con una pila nueva y una
vieja. Le expliqué que no tenía más efectivo, primero dije que no sabía qué
hacer, demostré quedarme helada del espanto, hice una pausa.
Enseguida arremetí con mis diez dólares. Le dije si por
favor no me vendía dos pilas por ese precio, que estaba haciendo una entrevista
por trabajo y que tenía que terminarla sí o sí. Me dijo que no podía de ninguna
manera, como si yo le hubiera pedido que me guarde una bomba. Que no sabía cómo
estaba el cambio y que cómo me iba a perjudicar, que diez dólares eran mucho
más de cien pesos y mucho más que el precio de las dos pilas.
Insistí con que no me importaba, que era mi única
posibilidad de poder seguir con la entrevista. “Soy una periodista y estoy
trabajando, le pido por favor”. Incluso le aclaré que no esperaba vuelto, que
se quedara nomás con el billete. No hubo caso. Un poco enojada porque al fin y
al cabo, él me podría haber regalado una segunda pila sin que peligrara su
negocio, compré la única que podía pagar y salí del kiosco.
El grabador prendió, funcionó lo más bien. Le toqué el
timbre a Selva Almada ya más tranquila, y cuando me acomodé otra vez frente a
la mesa de madera oscura hice un esfuerzo para recordar de qué estábamos
hablando: algo con lo autobiográfico.
La entrevista terminó una hora después. En el transcurso de
ese tiempo miré el grabador como una loca pero de soslayo, una y otra vez,
esperando que en cualquier momento colapsara y yo me viera obligada a pedirle
plata prestada a la persona que estaba entrevistando, horror de horrores. O a
convertirme en una presencia de lo más molesta, si tenía que interrumpir otra
vez para ir hasta Avenida Rivadavia a buscar un cajero. O a quedarme sin
entrevista, y por supuesto también, sin dignidad.
Cuando salí era la hora de la siesta, el barrio estaba casi
vacío y hacía calor. Necesitaba tomar algo fresco pero otra vez estaba el
problema de los dólares. Me pregunté si valía la pena buscar un cajero, que
sólo me iba a dar billetes de cien, para ir a un kiosco a comprar una botellita
de agua mineral y exponerme a la cara de culo del kiosquero porque le pagaba
con cien pesos.
Sí, valía. Al cajero lo encontré fácil. Por supuesto no me
dio otra cosa que billetes de cien, así que cuando entré al kiosco que estaba casi
al lado, vencida por el pudor, pedí un atado de cigarrillos además del agua
para subir un poco el gasto que, ya cerca de los cincuenta pesos (treinta y
nueve para ser exacta), justificaba mucho más el uso de los cien.
Mientras caminaba la cuadra y media que me separaba de la
boca del subte pensé que ahora, además de un problema resuelto (el de las
pilas) tenía un problema pendiente (el del billete). Yo no tenía ganas de
pasarme otros cuatro o cinco años con ese billete en el monedero, porque era
desidia y sobre todo porque me daba la idea, engañosa cada vez, de que yo tenía
una solución, un plan B, una alternativa, cuando en realidad no tenía nada.
Era mejor tener el monedero vacío que tener un billete de
diez dólares; el problema era qué hacer con el billete. La plata no se tira,
eso sí. Una amiga se peleó con el novio hace un par de meses, él agarró un
billete de cien que ella tenía arriba de la cómoda y lo partió en dos frente a
sus ojos, un gesto efectivo como modo de mostrarse tan enojado que uno está
dispuesto a hacer cualquier locura. Yo también tuve la fantasía de prender
fuego unos billetes que tenía guardados mi novio, pero no lo hice.
No iba a tirar diez dólares a la basura y tampoco los iba a
tirar en la calle, como quien no quiere la cosa. Me imaginé que una persona los
encontraba y se ponía feliz porque no sólo se había encontrado plata, sino que
además era en dólares. Doble suerte, podría pensar en un primer momento, hasta
que tratara de hacer algo con el billete. Ir al banco, a una casa de cambios, a
una cueva, a un kiosco, a un supermercado. Regalárselos a un amigo que viajara
al extranjero.
Quizás era la única opción: que salieran del país. No se
aguantaba más ese billete de diez dólares. Pero yo, con las mil cosas urgentes
que tenía por resolver, no pensaba ponerme a buscar a una persona que estuviera
por viajar y necesitara ese vuelto miserable, una persona que probablemente me
miraría con desprecio pensando cómo esta loca se tomó semejante trabajo para
darme este billete de porquería.
Me tomé el subte pensando en estas cosas; a las chica que en
la línea A cantó un par de canciones y pasó la gorra, esa vez no le di nada. Al
día siguiente escribí este cuento, es decir, lo estoy escribiendo ahora, y
pienso que es lo único que pude comprar con ese billete de diez dólares. No mucho.
Pero el placer de esa idea reside en lo simbólico: si efectivamente me compré a
mí misma un cuento mío por diez dólares, o si me pagué diez dólares para
escribirlo en una especie de encargo, ahí está el billete durmiendo en el
monederito verde, al fondo de mi cartera, para demostrarlo.
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