sábado, 5 de diciembre de 2015

La noche


Abrí los ojos como si un segundo antes no los hubiera tenido cerrados. Totalmente despierta, me di vuelta y lo vi.

-Marina.

-¿Qué pasa?

-¿Estás dispuesta a escuchar lo peor?

No me podía dar cuenta si eran las tres o las cinco, si me había acostado recién o varias horas antes. Yo me fui primero a la cama, me acomodé como todas las noches al lado de mi hijo, cuidando de no moverme demasiado. El se quedó mirando tele.

Ahora parecía estar hablando muy en serio y ese era un tono infrecuente a esas horas de la noche, en las que si nos decíamos algo era circunstancial, referido a la temperatura de la pieza, la hora que cada uno pensaba que era, o alguna tormenta que amenazaba con nuevas goteras en el techo del living.

Me incorporé un poco en la cama con el codo apoyado en el colchón y, no sé por qué, decidí yo también tomármelo en serio. Antes de acostarme yo, habíamos tenido una discusión breve porque él me estaba por contar algo que había pensado con respecto al futuro, algo que quería para el año siguiente, y yo me distraje leyendo. Se ofendió, no me quiso decir más nada.

Así que lo miré muy seria, tranquila, dispuesta a demostrarle que sí podía bancarme lo peor.

-Mirá, vas a pensar que te estoy diciendo cualquiera pero hace un rato empecé a escuchar voces.

Pausa.

-¿Viste como en las películas, que hablan para atrás? Eran voces así, y yo como que las quería dejar de escuchar y no podía hacer nada, no me podía mover. Y en una me pude mover y te toqué el brazo, ¿vos sentiste que te toqué?

-No, no sentí nada.

Nunca lo había visto tan asustado. O lo que nunca había visto en él era esta clase nueva de miedo, no al futuro, a no tener plata, a que a nuestro hijo le pasara algo malo, sino a algo que además de miedo le daba vergüenza. Como si me hubiera dicho que tenía herpes o algo así.

Enseguida, algo de ese miedo se trasladó hasta mi lado de la cama. Moví el brazo hacia atrás para tantear el celular que estaba al costado del colchón, lo agarré y miré la hora. Las tres y veinticinco. No sé qué me importaba, pero estaba bueno salir de ese intercambio entre los dos. Poner la atención en algo más concreto.

-Tuviste una pesadilla, le dije. Traté de sonar certera. Sentí que era lo que tenía que decir.

-¿Te parece?

-Sí, obvio.

-Pero mirá que yo estaba despierto, solo que no me podía mover, era re feo. Estaba como atrapado en mi cuerpo y quería salir pero no podía hacer nada.

Nuestro hijo dormía tranquilo entre los dos, igual que siempre. En el mismo lugar, entre los dos, en que se había instalado una ola de miedo, no demasiado grande pero que nos envolvía.

Traté de dejar de mirarlo y pensar, él estaba asustado de verdad y esa cara que nunca le había visto me lo hacía todo más difícil. Desvié la mirada hacia la pared, la cortina color crema se hinchaba y se deshinchaba muy despacio con el viento, por lo menos era algo real, y me di cuenta de que esa convicción de él, tan delirante, era lo que a mí me llenaba de terror. Que la persona que duerme al lado tuyo escuche voces es malísimo, pero que esté seguro de que las escucha no es mucho mejor.

Le dije que muchas veces los sueños eran así, que uno estaba seguro de que estaba despierto y no se podía mover porque estaba dormido. Que de vez en cuando me pasaba y mi mente hacía un esfuerzo enorme para sacarme del sueño.

Relajó un poco la expresión. Se quedó pensando.

-¿Pero vos no sentiste que te toqué el brazo?

-No, no lo sentí. Pero en todo caso eso no prueba nada, me podías haber tocado dormido.

-Sí, tenés razón. Flasheé que me había agarrado el diablo y no me dejaba ir.

-Pero vos no creés en el diablo.

-Sí, creo.

-¿Pero cómo vas a creer en el diablo si no creés en dios?

-Y bueno, pero creo. ¿Qué tiene que ver?

-Y, porque al diablo lo creó dios. Era un ángel muy poderoso que en un momento se degradó y se convirtió en el diablo.

-Ah, ni idea, no sabía.

-Bueno pero ya pasó.

-Sí, igual, ahora que vos me lo decís, sí, me parece que debe haber sido una pesadilla. Aparte porque algunas veces tuve sueños así, que estaba como encerrado en mi cuerpo, como si fuera una burbuja, y no podía salir, y pasaba algo horrible pero yo no podía hacer nada.

-Bueno. ¿Te parece que vas a poder dormir o te da miedo?

Se quedó pensando unos segundos, boca arriba.

-No, todo bien. Voy a dormir.

Me dio la espalda y se acomodó el acolchado por debajo de los hombros. A mí me daba cosa darme vuelta, no sabía por qué pero necesitaba estar presente en ese lado de la cama que ocupaban ellos. Cerré los ojos y traté de dormirme.

Los abrí enseguida. Ese maldito alerta de los ojos abiertos, que no sirve para nada. Traté de pensar que no cambiaba nada si yo abría o cerraba los ojos, pero los dejé abiertos por un rato muy largo. Franco cambió la respiración, se había dormido.

Me di vuelta, sintiendo como nunca que para dormirse hay que soltar todo, abandonar el control, y yo en ese momento no podía. Menos así, sin ver lo que pasaba a mis espaldas. Me di vuelta otra vez. Todo igual. Franco pasó a una respiración más pesada y a los pocos minutos se volvió a despertar, me miró, me preguntó si había escuchado ese ruido.

A mí ya se me estaba pasando el primer miedo, quizás por eso esta segunda arremetida me dejó helada.

-No, no escuché. O sea, hay ruidos, todo el tiempo, ¿vos a qué te referís?

-No sé, un ruido. Pero no de acá. Mirá, ¿no es raro que abran la reja a esta hora?

-No, para nada, es viernes, algún vecino que llega de salir.

-Sí, puede ser. Bueno ya fue, que descanses.

Por segunda vez, se dio vuelta y se durmió. Tiene ese don de caer rendido en el sueño que yo no experimenté jamás. Me lleva mucho tiempo volver a dormirme. Además, me estaba haciendo pis, muchísimo.

¿Pero cómo iba a hacer para ir al baño? Ni loca me movía, odio ir al baño de noche cuando estoy asustada porque ir, prender la luz, hacer pis, no me cuesta demasiado, pero apagar la luz del baño y cruzar todo el living de vuelta hasta la cama, a oscuras, sabiendo que el baño y la cocina también oscuros quedan atrás, que no los puedo ver, es algo que me supera.

Y sin embargo, tenía que ir. Hay grados de ganas de hacer pis que se soportan y otros que no, este era un grado insoportable. Además, pensaba que no podía dejarme convencer así, que si Franco tenía miedo mi deber era compensar eso con un poco de valentía. Que algún día mi hijo iba a tener pesadillas y yo tendría que permanecer tranquila y consolarlo, ser la cordura de la que él pudiera agarrarse para salir de una sugestión.

Pensé cómo iba a hacer todo, lentamente y sin salir corriendo, porque eso me pone más nerviosa. Pero por esta vez, iba a dejar prendidas las luces del living. Me levanté de la cama y caminé despacio, salí de la pieza, moví el interruptor que estaba al lado de la puerta y el living se iluminó. Me hizo bien mirarlo: los sillones, los chiches, todo como siempre. Era el cuerpo de mi novio ahí en la cama lo que me ataba al miedo.

Llegué al baño, me bajé la ropa y me senté en el inodoro tratando de no pensar que era un agujero negro del que podían salir cosas. Después de tirar el botón –otro ruido que me da pánico cuando estoy así, esa garganta desconocida que se traga todo - me miré al espejo y verifiqué de reojo que no había nada del otro lado de la cortina de la bañadera. Como quien no quiere la cosa, siempre con la convicción de que si muestro algún tipo de inquietud, salgo corriendo o me pongo a revisar rincones como una loca, estoy perdiendo la batalla contra una fuerza desconocida y en el mismo acto, casi convocándola a la existencia.

Tomé valor para desandar el camino hasta la cama. Apagué la luz del baño y caminé despacio sin darme vuelta. También apagué la del living, ya más tranquila. Cuando volví a la pieza y lo vi a mi novio acostado ahí, volvió la sugestión.

Ocupé mi lugar en la cama y me tapé con el acolchado, pero enseguida lo corrí un poco para sacar los pies afuera. Hacía una mezcla de frío con calor, de confusión entre tormentas. La noche estaba enrarecida, todo un poco corrido de su lugar. Todos parecíamos distintos.

Miré otra vez la espalda de mi novio, tratando de imaginar cómo sería si se volvía loco y nos mataba. Pensaba también en las películas donde las madres van a buscar a los hijos al infierno, los traen en brazos, desmayados o cubiertos en una baba pegajosa que aglutina a los muertos y los demonios en una misma masa caótica.

Yo podría ser así de valiente si supiera cómo proceder. Quizás tener la certeza de que el mal existe, tiene la forma del infierno cristiano y es un lugar del que se vuelve sea la clave para semejantes actos de coraje. Lo que sí, en este cansancio mortal de fin de año, la idea de tener que incorporar este otro orden a la realidad, de revisarlo todo, me parecía un trabajo agobiante.

Ojalá que el mundo sea este, tenga la forma que yo creo. Este mundo, en el que el mal es pelearnos, estar enojados.

Hay toda clase de ruidos a la noche. Una tabla del piso que cruje debajo de la cama, aunque nadie se haya movido. El repiqueteo de un tic más difícil de identificar, que una noche hace muchos años me despertó y me sonó a algo infernal hasta que una cucaracha enorme bajó corriendo desde lo alto de un ropero adonde había bolsas con ropa. El flap flap de una polilla contra el techo de vidrio del patio cubierto, cuando creen que golpeando como locas pueden salir al aire libre. Otros ruidos que no se sabe de dónde vienen, la risa de mi hijo dormido que procede del fondo de algún sueño, la sirena de una ambulancia como amuleto contra todo lo imposible de atribuir.

La vez que alguien escuchó algo y pensó que era tal cosa se convierte rápidamente en una historia. La de las creencias o errores, la de lo que no pasó pero tuvo sus efectos. O la del miedo, al que si las voces que se escuchan son reales o no, le da lo mismo.



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