jueves, 28 de enero de 2016

Las piletas



Costó, pero la armamos.  

No es el calor,
es que ya no sabemos
a qué jugar
probamos entrar en lo líquido.

Había caños cortos y otros más largos,
machos y hembras,
así decía el papel que mostraba una pileta igual
a escala y a punto de armarse.
Lo miré fijo, como si no pudiera establecer
ninguna relación entre el montón de caños que salió de la caja
el peso de la lona, doblada con prolijidad
y ese dibujo. Hay veces que me tildo. Además
quise armar la pileta y no quería
pero la armé.

El patio parecía nuevo.
Cortado a la mitad, distinto.
Plantas arrinconadas por allá,
y por acá
un escenario para el agua.

Es una posibilidad lo que estamos desplegando
al mismo tiempo que la lona azul,
salida de una caja.

Los caños al chocarse
hicieron un sonido de campanas
de entrecasa.

El interior de la lona tiene ondas y burbujas celestes
un dibujo pop
pero es rugoso, de pileta de antes.

Hubo un antes y un después:
el verano se volvió más intenso
más material
y al mismo tiempo, menos material,
se envolvió para nosotros
en un capullo líquido.

Desde ahí me metí todos los días,
agradecida. Pero sola no:
con ese nene de tres años que se parece a mí
como una especie de unidad
desarmada
que el agua junta
y vuelve a separar.

Nosotros, y el autito azul
el amarillo
el barco que está roto
el buzo al que le falta la pierna
una nave espacial que lanza agua
y salió de un kínder
yo salí del agua
y él
salió de mí.

Hay peces de colores.
Hay un casco amarillo
que lleno de agua
y me pongo en la cabeza
para hacerlo reír.

Enseguida inventamos nuestros juegos
el del barco que choca contra un témpano de hielo,
el que soy un tiburón,
él un pez,
y lo persigo para devorarlo,
y otros más,
casi todos de peligro.

El corazón me late
muy silencioso
adentro de la malla
por el bebé que no lo necesita.

Pero esta no es la pileta de los juegos.
Es la del cloro que administro yo,
la que mantengo limpia
la del cubrepiletas que fui a comprar y pongo con cuidado
todas las noches
para sacarlo al otro día
y tenderlo a secar en la soga.

Acá soy la mamá, que dice “no hagas pis”
“no te tomes el agua”,
y aunque la lona, rugosa como antes,
me lastimó las rodillas,
yo soy grande
hay un tono de nena que me quiero sacar
el agua no devuelve nada.

Hay fantasmas en la siesta
los más extraños
del día de verano.
Velados por el sol,
cuando la luz me hace cerrar los ojos
se revelan. Gritan
y son gritos de juego, de felicidad
el entusiasmo de los chicos
la energía amarilla de los chicos
a veces sólo quiero que se apague
para hacer la plancha
sin hablar.

Dios mío, nada es simple.

Este pedazo de cielo que nos toca
entre paredes mohosas,
¿está bueno?

Una vez por hora
lo cruza un avión
que no nos mira.

La casa vista desde la pileta
la pileta
vista desde la casa
los días y los juegos
todo es nuevo
y a la vez tan antiguo
que me arrastra.

Sumergida hasta la boca
en agua fría
hablo con mis hermanos
hablar es un juego que jugamos
en esa piletita donde entramos apretados los tres
y que nos regaló mi tío,
como esta que nos regaló una amiga.

¿Por qué las pelopinchos
llegan hasta nosotros?
No las buscamos.
Sólo después de muchas tardes sumergidos
se lava esa extrañeza.
Nos quedamos acá
más y más horas
hasta que lo raro
queda afuera.

¿Qué tristeza puede haber en el agua?

El hueco que ocupa cada uno
junto a la lona áspera
es un huevo
una casa
de un tirón es preciso arrancarse
cuando desaparece el sol
y el cuerpo, ya vencido
se descubre temblando.

Me acuerdo bien de ese dolor.
La despedida hasta mañana, o reconocer
que ya se fue la tarde, sin que lo notemos.
Se fueron muchas otras cosas.

Y yo me aplasto
contra el fondo de lona, la cabeza hundida
como si a fuerza de quedarse ahí
se pudiera acceder a lo profundo
y la pileta llegara, algún día
a ser el mar.

¿Hay melancolía en las piletas?

Amables y chatas
inmóviles contra el cemento duro
tan cerca de la cara
marcando un límite
con su mensaje siempre igual
“Hasta acá llegaste
sos una persona
vivís en la ciudad”.



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